lunes, 16 de junio de 2014

Otro Mundial, otra mirada

El que no salta es un holandés



"No hay más ciego que aquel al que el miedo no deja ver.
Ni más ignorante que aquel al que el miedo no deja comprender". Pacho O'Donnell
Estaban ahí aquel día en que nosotros nos pegamos al televisor portátil llevado por el gerente, ya que el acontecimiento, muchachos, justifica el abandono del trabajo por un rato, imagínense, hace casi cuarenta años que los argentinos esperamos algo así. Vengan, chicas, que esto no se lo pueden perder y nosotras, que ni locas, porque una cosa es un partido cual­quiera y otra muy distinta, un mundial. Pero la Flaca dijo yo tengo que hacer ese trámite de la importadora y se fue. Volvió cuando ya estába­mos en los escritorios, todavía emocionados porque todo salió perfecto, según Javier y qué bárbaros los gimnastas, para el cadete y nosotras, con la banda y el desfile y los papelitos, una maravilla, no sabes lo que te perdiste, pero la Flaca sin interesarse, ahí parada, con los ojos fijos en ninguna parte y diciendo que a la misma hora del festejo, ellas estaban ahí, en la Plaza, como cien, dando vueltas a la pirámide, otras llorando y otras diciéndoles a los periodistas extranjeros que no tenían noticias de hijos, her­manos y padres. Y los tipos seguro que las filma­ban para hacernos quedar como la mierda en el exterior, Javier interrumpió golpeando el escri­torio y el cadete asegurando que no importa porque, total, quién les va a dar bolilla a cuatro chifladas v nosotras diciéndole termínala con eso, Flaca, que por ahí, anda a saber cuál es la verdad y el gerente rematando con que me gus­taría saber quién les paga para que saboteen de esa manera la imagen del país.
Los días siguieron; la república era una gran cancha de fútbol. Empatamos, ganamos, per­dimos, pero no importa, porque la copa se la van a llevar si son brujos y el televisor ya fijo en la oficina, mira, mira qué remate, cómo se per­dió el gol ese boludo y aquel hoy no pega una. Las mujeres, ya bien al tanto de lo que signifi­ca un córner, cuál es el área chica y qué es lo   que debe hacer el puntero derecho. Pero Goyito, el de Expedición, desapareció hace  cuatro días y nada, dale, Flaca, vos siempre la misma amargada, el cadete con sonrisa de cos­tado y Javier que por algo habrá sido, che, por­que a mí todavía nadie me ha venido a buscar. Y ellas siguen ahí, dando vueltas a la pirámide, ma sí, ya se van a ir, acabala, pareces la piedra en el zapato, pero tienen que darles una expli­cación, lo que tienen que darles es una buena paliza y listo, así se dejan de decir macanas cuando el país está de fiesta. Hay que embro­marse con alguna gente, la patria no les impor­ta, el gerente opinando desde la primera fila frente a la pantalla y la Flaca como para sí misma, el fútbol no es la patria. Gol. Gooooollll. Golazo. ¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina!
¿Hacen falta seis para pasar a la final? Se hacen los seis, pero a la hermana de Carrasco la secuestraron anoche, a dos cuadras de la facul­tad, que se embrome, por meterse donde no debe, dijiste vos y Javier yo siempre le vi algo raro a esa chica, enganchando enseguida con que después de los seis pepinos a los peruano, concierto de cacerolas en el edificio, en pleno Barrio Norte, nunca visto, el delirio, la locura y nosotras, contando de la caravana de coches y el novio y el marido, con las banderas, los gorritos y las cornetas, nos acostamos como a las cuatro y hasta la chica aquella, Mariana, la de Libertador, con la vincha y subiéndose a un camión que pasaba para el centro, no se puede creer ¿viste? Por un anónimo, nada más que por una denuncia sin fundamento y al otro, porque ayudaba al cura y a unas monjas en la villa del Barrio de Flores. Te digo que no me quedó uña por comerme y la hora maldita no pasaba nunca, tocando el techo con cada gol y mirando el reloj. ¡El que no salta es un holandés! Y los que desaparecen son argentinos, dale Flaca, no empeces ¿no te dije, pibe, que la copa se queda­ba aquí? Todos con banderas y los pitos, a gritar y a cantar, dale con el tachín-tachín, juntos, en aquella fiesta que parecía que no iba a terminar nunca, porque ganamos, salimos campeones y fue como una borrachera de la que nos desper­tamos con este dolor de cabeza que nos marti­llea las sienes y un revoltijo de estómago que aumenta a medida que la tapa de la olla se va corriendo. Las cuentas finales no aparecen y la lata está rota de tantas manos que se le metieron adentro. Pero lo peor es lo otro: ellas, que ya estaban pidiendo por los que no estaban, mien­tras nosotros saltábamos, sordos a lo que decían algunos como la Flaca, ustedes no se dan cuen­ta de lo que está pasando y cuando compren­dan, ya a va a ser tarde. Aseguraba que éramos como los alemanes, que veían el humo saliendo de las chimeneas de los campos de concentra­ción y miraban para otra parte, se callaban, como nos callamos nosotros, entonces y des­pués, tapándonos hasta las orejas cuando las sirenas no interrumpían las noches, o escuchá­bamos algún grito, o se llevaban a alguien del piso de abajo. Nos dieron un pirulín para matar el hambre, Flaca, tenías razón y una entrada al circo para comprarnos la conciencia.


Mabel Pagano